Sueño, con los ojos abiertos y el alma encendida, con ganar millones de dólares mensuales. No por codicia ni vanidad, sino por esa libertad sublime que nace cuando el dinero deja de ser una preocupación y se convierte en una herramienta para esculpir la vida que imagino.
¿Y para qué? Para viajar por el mundo como habitante temporal de cada rincón y no como turista apurada. Me perdería en los colores de los mercados de Marrakech, en el silencio dorado de los templos en Kioto, en los olores del pan recién horneado en las calles de Roma. Quiero caminar despacio, con el corazón ligero y el pasaporte lleno de historias.
Compartiría mi fortuna con quienes amo. Mi madre, que es raíz y cielo; mi hermano, mi llave, y mis sobrinos, que son mi refugio seguro.
También con mis amigas y mis primas. Montaríamos negocios juntas, no sólo para generar ingresos, sino para construir sueños comunes, redes de apoyo, independencia, y alegría.
Tendría la casa de mis sueños, aún no sé si frente al mar o en la montaña, rodeada de naturaleza. No sería un lujo vacío, sino un refugio con ventanas abiertas al sonido de afuera, una biblioteca inmensa, un rincón para escribir, para cantar, para existir. Allí el tiempo tendría otro ritmo, más lento, más pleno. Contrataría a mi chef personal y a un entrenador
físico.
Viviría por temporadas en lugares que siempre me han llamado, y así entender cómo el mundo se hizo tan vasto, tan diverso, tan profundamente bello. Empezaría en Venecia, dejándome llevar por el susurro del agua en los canales.
Después, me perdería en las colinas de la Toscana, con vino, sol y tardes que se estiran como un poema. Luego me iría a un Riad escondido en Marrakech, entre mosaicos, especias y lunas inmensas. Me dejaría seducir por el encanto onírico de Santorini, con sus cúpulas azules y su mar que parece inventado. Quizá una temporada en Reikiavik, para abrazar el silencio blanco del invierno y mirar las auroras como si el cielo estuviera contando secretos.
En Kioto, aprendería a escuchar lo que no se dice, y en Estambul, a cruzar puentes entre mundos. Cada sitio, un refugio. Cada casa, una historia distinta. Porque hay rincones del planeta que no se visitan, se habitan.
Conduciría un auto lujoso por carreteras donde nadie me conozca, cantando a grito herido como si fuera una rockstar que, de hecho, lo soy. Y un barco. Claro. Un yate. Una mini ciudad flotante, para navegar todas las aguas: dulces, saladas y las turbias de mi conciencia.