Hay trabajos que, en el papel, parecen simples. Ser niñera, por ejemplo. ¿Qué podría salir mal? Bueno… absolutamente todo.
Hace dos semanas, una familia de un heredero billonario me llamó para cuidar a sus tres hijos durante dos meses. Mi primera señal de advertencia fue, justamente, esa palabra: tres. No eran niños comunes. Eran pequeños especialistas en el caos. Pero eso lo descubrí después de aceptar el trabajo. ¿La razón? El pago era tan atractivo que no dudé.
La primera batalla fue la comida. Pensé que bastaría con sentarlos a la mesa. ¡Qué ilusa! Resultó que debía correr por toda la casa con una cuchara en una mano y el plato en la otra, como un leopardo enloquecido. Cada intento por alimentarlos era esquivado con desprecio y frases como: “¡Eso no es lo que quiero!”. Cuando lograba alimentar a uno, ya había perdido al segundo. Y el tercero… bueno, lo encontré detrás del sofá, masticando una metra.
La segunda guerra fue el cepillado de dientes. El niño número uno se convirtió en un escapista profesional, y yo en una atleta improvisada recorriendo más de dieciocho mil metros cuadrados, mientras él gritaba como si le arrancaran un brazo. Al atraparlo, me miró con furia y soltó un: “¡No quiero!”. Ahí entendí que ya no era una niñera. Era una víctima.
¿El baño? Peor. Uno gritaba como si le echara ácido, otro luchaba con el jabón como si fuera su peor enemigo, y el tercero… salió corriendo desnudo por la casa riendo como villano de película.
Después venía la “orden” de recoger juguetes. Les pedía ayuda y recibía la respuesta de un dictador en miniatura: “No, recógelo tú”. Todo esto, por supuesto, frente a sus padres, que solo observaban.
Ocho horas más tarde, me quedó claro: esto no era un trabajo, era una prueba de supervivencia. Juguetes por doquier, ropa en montañas, paredes rayadas como escenas del crimen… y tres niños sentados sobre la mesa, con sonrisas diabólicas, mirando el desastre.
¿Sobreviví con la cordura intacta? No.
¿Renuncié? Sí.
¿Volvería? Jamás.